12 de diciembre de 2013

La belleza de ser madre


En el camino a la guarde de Teo, hay unas escaleras larguísimas. Al menos, así me parecen a esas horas de la mañana.

Aunque vivimos en una isla eternamente primaveral, las mañanas en nuestra pequeña villa pesquera suelen ser violáceas o grises, con un aire que puede llegar a ser incluso frío. Por eso, tras hacer alguna carrera bajando la cuesta y comprobar quién gana, mirar el mar y las ondas que nos saludan, al llegar al pie de la escalera, Teo suele pedirme que lo suba en brazos. Normalmente hago que suba varios tramos con un truquito sencillo que le encanta: contar los escalones. Él dice los números en alto mientras sube uno a uno y, al llegar al final de cada compás de la partitura, se felicita a sí mismo por la hazaña. Es genial. Tanto, que tengo que reprimirme para no subirlo en mis brazos todos y cada uno de los tramos, sólo por el simple hecho de notar su cabecita reposando sobre mi hombro y su brazo rodeando mi cuello. 

Mientras subimos nombra lo que encuentra a su paso: a coin, mami; una pedra; eto es un chewing-gum, mami? Pero siempre llegamos a un ¿eto qué es? El último "eto" fue esta bola de papel dorada. Mirar su pie, junto a la pelota brillante que reflejaba los primeros rayos alegres del sol compitiendo en alegría con las rayas de sus pequeños calcetines, me hizo pensar en la fortuna que me tocó el día que empecé a llevar a mi hijo a la guardería. El mismo paseo cada mañana pero un viaje único y diferente cada día gracias a su ingenuidad y esos ojos libres de prejuicios, llenos de magia, que convierten basura en oro puro.


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